DESCENSO

Nicolás Melini



No era la primera vez que mi pequeño apartamento se llenaba de humo, un humo misterioso que lo envolvía todo: los muebles, los cuadros, las lámparas.
Las ventanas estaban cerradas, no podía haber entrado desde fuera; la cocinilla reluciente.

Dónde es el incendio.

Todo aquel humo me estaba poniendo aprehensivo.

Olía a leña, pero estaba en pleno barrio de Salamanca, en Madrid. Y si aquello seguía así me asfixiaría.

Avancé por el salón haciendo algunos aspavientos con las manos delante de mi cara, apartando aquella neblina de mi vista, con la nariz enfurruñada y el ceño fruncido. Alcancé una ventana, y luego otra, y las fui abriendo.

Luego me quedé en medio con los brazos en jarra. Suponía que el humo se disiparía. Y, en efecto, la corriente entre ventanas se deshizo de parte de él rápidamente. Pero aún me intrigaba su procedencia.

La primera vez había pensado que ardía el edificio. Había mirado en todos los patios buscando alcanzar las llamas. Había aguzado el oído queriendo escuchar alguna voz alarmante. Pero no. La misteriosa neblina se había ido esfumando y luego no había quedado nada, ni el recuerdo; de hecho, unos días después ya me había olvidado de lo sucedido.

Pero esta reincidencia…

Tenía que hablar con los vecinos. ¿A ellos también les había pasado?

Tal vez el portero supiera algo sobre el asunto, pero a aquella hora ya se habría ido, y tocar a la puerta de la vecina de enfrente, una señora mayor que siempre protestaba por todo, no me apetecía en absoluto.

Ya me ocuparía más adelante, otro día. Además, como ahora siempre estaba en casa…, no tenía trabajo y apenas iba a algún sitio…, me quedaba y trabajaba un poco en el ordenador, leía, miraba la tele…

Esa misma noche le conté a mi mujer lo del humo.

—¿Y dices que huele a leña? —comentó ella.

—Es como el de una fogata… Huele a hoguera de San José.

Mirando alrededor —el saloncito, las puertas hacia las habitaciones y la cocina— todo aquello resultaba inverosímil: imaginar el lugar tomado por el humo. Ana se extrañó y ambos nos quedamos en silencio un buen rato.

Al final no dijimos nada más sobre el asunto. Luego ella se fue a acostar y yo me quedé vagando por la casa, entre el revistero, el ordenador, el televisor…

Trasnochando de aquel modo había descubierto que a partir de las tres de la mañana, en televisión, se ofrecía una magnífica programación cultural. Personas interesantes —músicos, pintores, poetas— que nunca salían en la pequeña pantalla durante el día, la ocupaban entonces y, lo mejor de todo, podían charlar entre sí tranquilamente, sin premuras de tiempo.

Aquella televisión había incrementado mi calidad de vida, pero existía el inconveniente del trastorno horario, que había empezado a infligirme algunos perjuicios físicos: dolores de cabeza, somnolencia, calor en las yemas de los dedos…

Al acostarme tan tarde era normal que durmiese toda la mañana; entre los ruidos de las vecinas, de la calle, del mundo —que suena sólo por ser de día.

De pronto sentí algo, abrí ligeramente los ojos, sin moverme, y percibí un finísimo hilillo de humo que llegaba del salón, a media altura, justo a metro y medio del suelo, callada y lentamente, ceremonioso como una procesión.

Me espabilé de golpe. Quedé sentado en la cama como si me hubiese accionado un resorte y miré alrededor.

Parecía mentira: sobrenatural. Aquel hilillo de humo… hasta tenía cierta sorna al aparecérseme.

Me levanté y fui a inspeccionar el salón: la casa en calma, los ruidos habituales en el edificio, el frío ambiente invernal…

Pero, tal vez debido a la hora que era y la forma de entrar la luz por las ventanas, esta vez pude ver y seguir el hilo de humo hasta la puerta de entrada.

Justo allí, en la pared, por una grieta ligeramente mayor de lo habitual, salía el humo como si el muro lo soplase, delgado y gris.

Un hilo perfecto sin interrupción… Era mágico.

Durante un buen rato me quedé absorto preguntándome qué podía estar pasando para que el humo aquel, tan sugerente y desenfadado, saliese a la luz por el pasillo de mi casa.

Miré la pared, luego alrededor. De dónde vendrá. ¿De la cocina del vecino de abajo?

No, olería de otro modo.

Toqué la pared –¡había una hoguera de San José en los muros de mi casa!—, pero la pared no estaba caliente.

Definitivamente, tenía que averiguar lo que pasaba.

Me vestí, pensativo, volví a inspeccionar la grieta de la pared (ahora ya no salía humo), y abrí la puerta decidido a bajar al portal.

El portero era un hombre bajito y medroso, de un pueblo de Toledo, que balbucía el español de tal modo que siempre tenía que hacer un esfuerzo considerable para completar sus frases.

Esta vez no fue distinto. Cuando le conté lo del humo dijo algo del propietario del 4º, que había hecho una obra en su casa; farfulló unas palabras acerca de la chimenea; comentó que el administrador había dicho que no se podía suprimir el hueco y, cuando conseguí atar todos los cabos, comprendí que mi vecino de unas cuantas plantas más arriba, al hacer la obra, había tapiado la chimenea de la finca (a pesar de que le habían advertido que no lo hiciera), y por eso el humo salía ahora por las paredes de mi casa.

—Habrá que subir a decírselo —advertí.

Pero el portero, en su infinita bonhomía, dudaba con la cabeza y balbucía que eso no era posible y que tal vez, bueno… tan temeroso que se mostraba que no concluyó nada.

—La chimenea está tirando por mi piso y eso es muy peligroso —lo presioné.

El portero hizo ademán de dirigirse a las escaleras y luego volvió sobre sus pasos comentando algo acerca de decir a los vecinos de abajo que no la encendieran.

Mi mente dejó de concentrarse en mis vecinos de arriba (los causantes del desaguisado) para ocuparse de los que encendían el fuego.

¡Entonces sabía quiénes eran!

Pretendía bajar solo, pero me apresuré a decir que le acompañaba y no le quedó más remedio que dejarme.

Descendimos una planta, al primer sótano, y luego otra, al segundo. Yo ni siquiera sabía que la finca tuviese dos sótanos, y menos que viviese gente allí. Las escaleras y los pasillos aparecían progresivamente más desgastadas a cada escalón; las paredes descascarilladas y ennegrecidas.

Cuando nos adentramos en uno de los pasillos tuve la sensación de estar recorriendo los corredores de una mazmorra. El portero se detuvo al final, en la zona más sombría, tocó en una de las puertas y aguardó.

Abrió una anciana menuda, de tez blanca y expresión triste, vestida con un viejo vestido negro y blanco, o sea gris, arrugado de estar por casa.

El portero le habló con pena. Le dijo que lo sentía pero que no podían seguir encendiendo el fuego, y ella recibió la noticia con estupor, sin atreverse a protestar.

Aún así quiso explicarse. Dijo que hacía mucho frío y ellos no podían pagar la luz de un calentador eléctrico.

El portero la comprendía.

—Es que alguien ha tapiado el agujero —expliqué.

Entonces, detrás de ella, apareció su marido (un hombre igualmente menudo) mostrándose muy sorprendido.

La mujer se apartó y el hombre nos invitó a pasar con un gesto, diciendo que encendían la chimenea porque tiraba bien, y que lo viésemos nosotros mismos, que si el agujero estuviese tapiado la chimenea no tiraría y se les llenaría la casa de humo.

El portero y yo entramos tímidamente en la casa.

Era enero de 2005, pero el lugar recordaba los hogares de la primera mitad del siglo XX. A través de una puerta podía atisbarse el desordenado verde del interior de la manzana, salpicado de latas, botellas y cartones de los vecinos de arriba.

Enseguida vimos la estufa de hierro donde prendía el carbón, el pequeño agujero por el que tiraba.

—Está tirando por mi piso —dije, y el hombre pareció abatirse—. Por eso funciona —añadí.

Él miró al portero y éste le hizo un pequeño gesto de condolencia.

—No hay remedio —dijo el portero—. El humo se hace paso entre los muros, los agrieta más aún. Algún día podría haber una desgracia. Eso por no hablar de que alguien pudiera morir asfixiado.

Yo lo miré sorprendido: nunca había oído al portero expresarse tan claramente.

Salimos de allí muy tristes, con la sensación de haber hecho una gran faena a la pareja de ancianos. En algún momento les había propuesto pagar su electricidad, pero, bien por un exceso de humildad o por no poder comprar los radiadores eléctricos, declinaron la oferta.

En las semanas siguientes los reconocí en la calle en varias ocasiones. Los veía yendo de un lado para otro y cuando entraban en el portal comprendía que, en vez de ascender a uno de los pisos, descendían –por debajo de la acera— un par de plantas.