EL ESPEJISMO

Ernesto Pérez Zúñiga



Leído en la Universidad Lyon 2, en noviembre de 2008, dentro del congreso “Imagen y manipuación”.

Un estado de vacilación entre el ser y el no ser. La Quimera de la bruma en el confín, que los dedos pegados al cuerpo quieren y temen tocar. El espejismo flota en el desierto, meta que nunca se alcanza. Parece exterior, parece que emana de la tierra o del cielo, y que por eso nos pertenece. Sin embargo, es interior: su naturaleza es la del sueño, su origen el deseo.

Cuando uno pasea por el corazón de Tokio -ventrículos, multitudes caminantes; aurículas, recreativos multiencendidos, bares en cada piso, tiendas de electrónica y de moda-; cuando uno pasea por Sibuya las fachadas de los edificios están plagadas de espejismos: imágenes publicitarias hechas de neones, que se mueven por inmensas pantallas solicitando y abrumando los ojos. Cuando uno se acerca a ellas, están tan cerca que desaparecen. Cuando sucede un apagón, las manos que las van a tocar se encuentran con el vacío: el andamiaje de cables y metal donde vivía el espejismo.

Nuestra sociedad dispara espejismos continuos contra el corazón de nuestro deseo: el espejismo es el secreto de cualquier adhesión: compra, viaje, opiniones políticas y sociales, el uso del voto, el uso del tiempo en una serie de televisión, en una película que uno no pensaba ver, a través de las pantallas asombrosamente móviles y significantes de internet. El espejismo está delante de nuestros dedos. Nuestra mente bucea por él como pez en el agua, asombrada, mordiendo los anzuelos que lanzaron comerciantes, políticos, adivinos, periodistas, anhelando morderlos.

Sería fácil desenchufar el espejismo, en la hipótesis cumplida de la crisis energética; detener la alimentación de las pantallas de los televisores, de los ordenadores, de las vallas publicitarias. Desenchufar la enorme y bellísima Máscara que brilla en el cielo de cada una de nuestras ciudades y observar el esqueleto de su mecanismo, la ausencia repentina de su rostro. Una vez que las centrales eléctricas dejaran de funcionar un sólo día, nos quedaría el resto del mundo: nosotros, los contempladores del espejismo, con la oportunidad repentina de observarnos con pureza. Lo saben bien los espíritus que vigilan el sueño de Lorenzo y Naná, los niños que protagonizan El segundo círculo.

“Y lo que no sabían es que la pureza de la percepción se acaba, se liquida suave pero implacablemente –porque uno la va aniquilando en un continuo diálogo con su entorno-, y que todavía tenían el tiempo de mirar de esa otra y fiel y lúcida manera, aunque sólo durante unas horas, cualquiera de los movimientos que les podía rodear, el agua estática de la piscina antes del primer baño de la tarde y, más que nada, el sueño de las aventuras que habrían de vivir.

Tenían el tiempo de mirar de otra manera los gestos de las chicas tumbadas en el césped, el vuelo de los pequeños pájaros que curiosean la urbanización saltando entre los árboles plantados en el jardín. Tenían el tiempo de mirar de otra manera el tiempo que tenían: mañanas y tardes de verano. Y aquel otro, el que quizá no vendrá, el tiempo futuro del crecimiento, de la metamorfosis en adulto que corre por pueblos y ciudades –nos hemos visto- acosando sin saberlo precisamente el punto de partida donde Naná y Lorenzo estaban: la pureza de la percepción de cada cosa que luego sólo recuperan aquellos muertos que no son prisioneros de sus deseos y de sus actos en el mundo.

Lo sabemos porque somos los equivocados. Fuimos incapaces de bañarnos en el río y tomar en la mano las cosas que viajaban dentro. Lo que vivimos quedó fuera, en la orilla donde las percepciones se parecen a leer los prospectos de las medicinas antiguas o a seguir las instrucciones de un juguete, más sencillo o complicado según la suerte de cada uno. Ahora que estamos muertos, ahora que seguimos siendo esclavos, sabemos que la vida no se construía como un artefacto en los márgenes –desde los cuales la estuvimos mirando como ciegos- sino que fluía libre por el cauce del río, ahora que no podemos apresarla pero hervimos, hervimos en ella.”

Es muy difícil asumir la libertad que tenemos para interpretar el inagotable libro que nos rodea. Estamos perdidos en una selva de condicionantes sociales y culturales, una suerte de hilos de marioneta, que nos enredan y nos impiden movernos con fluidez dentro de las claves de la existencia. En nuestras sociedades que ruedan en los surcos del mercado, en la mecánica de proceder que en estos meses nos ha demostrado sus defectos y sus trucos; en nuestras sociedades que han dudado y prescindido en apariencia de ideologías que, sin embrago, nos alimentan soterradas; en nuestras ciudades hay un relación que se ha convertido en un hecho cotidiano, en un modo de civilización, en una visión del mundo, en un esquema habitual de interpretar la realidad: me refiero a la conversación del espejismo como oferta y el deseo como demanda.

El deseo parece la corriente principal que mueve a los seres humanos de nuestra época en Occidente; un río que nos une a todos, por el que navegamos rodeados de espejismos que compiten por nuestra atención y que encienden nuestros instintos, especialmente aquellos relacionados con la saciedad -como es lógico en nuestra sociedad de consumo: detrás de cada espejismo, hay un negocio.

El universo de la comunicación traía consigo una trampa encubierta en la publicidad y en los modos de representación de la realidad: esta trampa, la creación continua de espejismos, ha encontrado su mejor aliada en nuestra propia condición moral, que venía necesitando una liberación profunda después de siglos de represión bajo la ética eclesiástica. El espejismo implícito en la sociedad de la imagen tantea las pulsiones de nuestros deseos, los palpa, los estimula, los llama a levantarse y a caminar.

Yo me había propuesto escribir una novela sobre este espejismo que nos envuelve y al cabo del tiempo, habiendo planeado una historia con fantasmas, me encontré escribiendo El segundo círculo.

La historia sucede en un espacio recóndito de la montaña, a una distancia accesible desde Madrid en vacaciones o en fin de semana: una moderna urbanización construida junto a un pueblo abandonado salvo por cinco últimos ancianos.

En la urbanización pasan el verano dos parejas, Joan y Sandra, Helena y Ramón, profesionales de cuarenta años, que viven plenamente en una de las capitales del espejismo: Madrid.

Son gente culta, que acumula una buena carga de infelicidad y de vacío. Lo pasan bien. Se reúnen en casa: beben y fuman mientras charlan, ríen, discuten. El motor exterior de sus vidas es el trabajo, que casi les llena por completo. En su interior flotan diversas frustraciones, influidas por el espejismo.

Ramón, periodista, está acomplejado porque cumple pocos tópicos de lo que debe ser el hombre actual. Su cuerpo es grande y fofo. Su carácter inseguro, desdibujado por los complejos. No ha hecho nunca nada especialmente atractivo para nadie. Ha ligado poco a lo largo de su vida, lo que multiplica unos deseos reprimidos, por otra parte, en su condición de hombre casado. Todos los estímulos que recibe del espejismo lo hunden cada vez más. Está enganchado a la play station de su hijo. Cada vez que se deprime se sienta frente a la pantalla de los videojuegos.

Helena, su mujer, es profesora de ciencias naturales. Su principal interés es la conservación del medio ambiente. En sus discusiones, están los argumentos más conocidos que defienden la naturaleza, reproducidos por revistas, páginas web y documentales de televisión. Son ideas aprendidas, que inundan sus cerebro de convicciones. Sin embargo, cuando está en la urbanización de vacaciones, en la sierra, no es capaz de interaccionar con el medio. Es decir, no lo comprende. Para ella, un árbol es un objeto. Tiene la sensibilidad atrofiada. Percibe la naturaleza sólo a través de los esquemas mentales proyectados por el espejismo de una ecología de salón. Para ella la naturaleza es un paisaje con diferentes elementos que hay que proteger. No una realidad unida al ser humano.

Sandra reproduce los valores ideales de una de las fuentes más poderosas del espejismo: la moda. Sandra es esbelta, cuida su alimentación y su cuerpo, viste y vive a la moda. No se cuestiona nada. Recibe los estímulos del espejismo y los adquiere de inmediato, sin apenas preguntas -por otra parte, nunca ha tenido problemas económicos-. No sabe que los objetos vienen a veces de fábricas de ciertos países donde los trabajadores cobran un sueldo miserable. Quizá no es del todo consciente de que los objetos se fabrican. De hecho, ella misma es un objeto deseable que, por supuesto, lucha contra el envejecimiento inevitable del cuerpo. Sandra siente que algo falla, no sabe bien qué. No es feliz.

Su pareja, Joan, editor, vive en el lado místico que el espejismo también proyecta para satisfacer a una parte de la sociedad propensa a hacerse preguntas. Por ello, es usuario de numerosas drogas más o menos permitidas: tabaco, alcohol, marihuana; aficionado a las artes marciales, y a las publicaciones de temas ocultistas; un consumidor en definitiva de lo que podríamos llamar: “transcendencias comerciales”. Sin embargo, es una persona en proceso de transformación, que está intentando liberarse de sus ataduras. Para ello, por supuesto, ha sido estimulado por el espejismo, pero él tiene la capacidad de cruzarlo, de transgredirlo. Joan desea constantemente a las mujeres y se sabe esclavo de un poderoso instinto. De entre los cuatro, es el único capaz de descender al interior de su propio inconsciente: bucear en sus sueños, observar los inquietantes personajes que viven en su interior.

Con Ramón y Helena, vienen dos niños de trece años: Lorenzo, su hijo, y Naná, primo de éste y huérfano de padres. Ambos tienen personalidades muy distintas -Lorenzo, vitalista, se come el mundo; Naná, tímido e inseguro, está preso en dudas constantes. Al contrario que sus padres, están entusiasmados con veranear en aquella urbanización. Juegan en la piscina, hacen excursiones a la sierra, exploran el pueblo abandonado, espían a los extraños personajes con los que se encuentran.
Normalmente, Lorenzo y Naná viven en la ciudad y allí comienzan a ser rodeados por la gran mecánica del “espejismo”. Sin embargo, en estas vacaciones sufren un choque con otra realidad casi sin darse cuenta. Abandonan la play station -a la que ya solo juega el padre de Lorenzo- y se entregan a la aventura de descubrir el mundo que les rodea: las chicas de la piscina, el pueblo abandonado, el bosque, las torres misteriosas y sus habitantes. Se alejan del espejismo para tocar la vida directamente con los dedos. Están en la edad de hacerlo, antes de convertirse en prisioneros como todos los demás.

Lumbres, el pueblo abandonado cercano a la urbanización, ha permanecido lejos del espejismo que ha construido la sociedad de la democracia y del consumo. Sus habitantes fueron víctimas de la tragedia de la Guerra Civil y de una terrible época de hambre posterior, que ha dejado secuelas psicológicas especialmente en dos de los ancianos que aún viven allí: Claudio y Evelia, matrimonio dueño de la única tienda en la que la urbanización puede abastecerse sin tener que usar el coche. Claudio y Evelia son aficionados a comer carne de cualquier animal y a hacer morcilla con sus propias manos, que luego cuelgan en ristras de un gancho en la pared de su tienda. Están obsesionados con la época del hambre y cuentan leyendas sobre algún caso de canibalismo en la sierra. Frente al consumo de una sociedad que desconocen, ellos viven la pulsión primitiva de devorar.

En el pueblo viven otros dos ancianos: la vieja Tanasa, en cuyas habitaciones aparecen sobre las paredes extraños rostros pertenecientes a gente que ha muerto; y el padre Diego, que marchó del pueblo en la época de la guerra, se hizo sacerdote en la posguerra, fue expulsado de la iglesia y regresó al pueblo. La Tanasa es adicta a la televisión que mira en un televisor en blanco y negro, cubierto con papel celofán de color rojo. Se sienta ante él y pasa las tardes viendo series y películas. Los rostros que aparecen sobre el suelo de la habitación también miran hacia el televisor, como interesándose por esa ventana que hay dentro de la casa de la Vieja y que les lleva más allá de su “más allá”. Para esos rostros que ven la televisión, la Imagen supone una liberación, pero una liberación frustrante en cuanto que es ficticia. Para la vieja Tanasa, la desdicha de morir es tan grande que sólo puede dedicar su vida a estar en contacto con los muertos. Si los muertos tienen conciencia, ella no desaparecerá cuando muera. Si ella ofrece a los muertos lo que éstos necesitan, si les cuida, cuando ella muera será bien recibida, también será cuidada.

El padre Diego, expulsado de la iglesia católica, ha inventado otra religión que no está basada en el amor cristiano sino en lo que él cree la clave de la vida: el deseo y su otro rostro, el hambre. Ha transformado la represión moral eclesiástica en liberación psicótica. En la vieja iglesia del pueblo hace una misa por semana, un rito presidido, en lugar de por las imágenes de los santos, por fotografías de los mitos del cine: Ava Gardner, Rita Hayworth, etc. El objetivo de cada misa es convocar a los espíritus para que se encarnen en la tarántula que vive en el sagrario de la iglesia, a la cual ofrece un cuenco de carne de cordero sacrificado previamente en el cementerio del pueblo mientras se recita el gran poema de la sensualidad, el Cantar de los Cantares. Esos espíritus, de los que hablaré más adelante, son los que se asoman en el suelo y en las paredes de la casa de la vieja bruja, el único lugar en el que logran ver la vida y también el espejismo que se proyecta en el televisor de Tanasa.

A unos dos kilómetros del pueblo, vive en una antigua torre de vigilancia, construida por los árabes, Blas, el hermano gemelo del padre Diego, dedicado al pastoreo de ovejas. Cuando estalló la Guerra Civil luchó en la sierra a favor de la libertad. Luego fue fugitivo. Luego maquis. Luego superviviente. Nunca quiso saber de ningún tipo de cadenas. Cuando, pasadas décadas, tuvo que regresar, habitó una torre alejada del pueblo y de todo tipo de civilización. Odia los espejismos. Aborrece Lumbres, sus habitantes, a su propio hermano y a sus obras.

El último grupo de personajes es el que da sentido al título. En El segundo círculo del Infierno de Dante vivían los condenados por vicio de lujuria, el pecado del deseo.

En esta novela, los espíritus de El segundo círculo rodean la urbanización y el pueblo abandonado. Espían a los que hacen el amor e intentan tocarlos con sus manos invisibles. Nadan bajo el baño de las adolescentes en la piscina. Se infiltran en la mente de los personajes para intentar guiar sus acciones de forma interesada. Se aparecen en los sueños de Joan, incitándole imágenes eróticas. En definitiva, presencian aquello que ansían y que no pueden poseer. Son el último escalón del espejismo. Desde la muerte, contemplan el inmenso espejismo de la vida, a la que no pueden volver, y sufren el dolor de esa impotencia, que redobla el poder de su deseo insatisfecho. Una vez muertos, una vez ocultos, siguen deseando, encadenados a la fascinación del hecho imposible de continuar viviendo.

Voy a leer un pasaje de la novela, donde la idea del espejismo se hace escena, historia, voz y personaje. Es de noche. Los niños Lorenzo y Naná están escondidos en el cementerio de Lumbres para espiar y descubrir el misterioso rito que hacen los viejos. La narración comienza en tercera persona. Cuando pasa a primera persona del plural, son los ocultos, los espíritus, quienes toman la voz:

Y oyeron las primeras palabras del canto, las oyeron como parte del sueño, como inicio y parte del escalofrío. Las voces entrenadas, suaves, viejas sin desesperación, dudosas aunque intentaran ser mejores y más afinadas de lo que en realidad eran:

“Y vino David a su casa de Jerusalén, y tomó el Rey a las diez mujeres concubinas que había dejado guardando la casa, y las confinó en la torre, y les entregó alimentos, y nunca más fornicó con ellas, y quedaron encerradas hasta que murieron en viudez de vida.”

Eran las máscaras, sí, cuatro pero la misma que los niños habían hallado el día anterior tirada en las calles de Lumbres. Allí, detrás de las ramas del zarzal, las velas encendidas entre las tumbas y los enmascarados vestidos con sotanas, corcho, tela negra, y los cabellos como una mentira que poblara la cabeza. Y el canto:

“Mirad cuán bueno y cuán suave es que se encarnen los hermanos dentro de uno. Como la buena sangre que desciende sobre el cuerpo de Aarón y sobre nuestras vestiduras; como el rocío de Hermón, que desciende sobre los montes de Sión, porque allí los ocultos nos bendicen y nos dan vida para siempre”.

Pero era hermoso, como si quisieran elevar la voz para alcanzar una belleza inconsolable, inconsolable porque no lograba ser generosa. Pero era dulce, como si el canto tratara de acariciar unas manos que agarran los barrotes de una cárcel.

La noche transmitía paz. Las luces de las velas chispeaban entre la oscuridad y las tumbas:

“¡Oh, cómo son hermosos
tus pechos! Más que el vino, sus licores;
tus ungüentos preciosos
son mil veces mejores
que especias y aromáticos olores.
Olor de incienso envía
tu vestido; jardín eres sin gente,
¡oh dulce hermana mía!,
pareces juntamente
huerta cerrada y señalada fuente.
Fue la mano metiendo
por un resquicio mi querido amado;
mi vientre hinchóse, en siendo
de su mano tocado,
y levantéme a abrirle con cuidado.”

Lorenzo apretó la mano de Naná y señaló con la cabeza. Estaban los cuatro enmascarados y junto a ellos las primeras filas de tumbas. Y en el centro de cada cruz habían colocado las fotografías:

la sonrisa, la mirada de seductor bajo la gorra de motorista; la boca castigadora con el cigarrillo encendido y el flequillo levantado; el escote profundo bajo los labios entreabiertos bajo el lunar; el guante largo de diosa envanecida y oferente.

En la hilera de tumbas. Sobre la hilera de velas encendidas, todos los rostros mitificados:

cejas irónicas sobre un revólver, un carmín que silva estilizado, esmeraldas sobre curvas de gata, la elegancia, la picardía, el encanto, la rubia que recibió la locura de la fuente, el velo sofisticado, el bigote que tan bien besaba, el ángel que sabía disparar a matar.

Y las voces que se entrelazaban para conquistar esos rostros que la noche fingía alcanzables, cuyos rasgos impresos en papel fotográfico reflejaban y por tanto expulsaban la llama de las velas; igual que los oídos, bajo los sedosos cabellos impresos en papel fotográfico, fingían escuchar tanto como reflejaban y por tanto expulsaban el canto:

“En mi lecho he buscado
en medio de la noche sosegada
a mi querido amado,
y extendiendo alterada
por la cama los brazos no hallé nada.”

Entonces se impuso el silencio. El más alto de los enmascarados, mucho más alto que el resto, avanzó entre las tumbas y los demás le siguieron. Las telas de la sotanas pasaron cerca de las llamas de las velas, y éstas titilaron para lamerlas y luego volver a apuntar al cielo: a las estrellas, pues desde arriba se contemplaba un cementerio con diminutas luces encendidas; apenas una parcela infinitamente menor que la que ocupaba la extensión del firmamento donde las tumbas extinguidas, una por astro, deslizan su luz hacia la tierra.

Y entre los dos cementerios, el aire negro y suave de la noche.

Y el oficiante se detuvo ante la primera de las tumbas e impuso sus manos sobre ella:

—Requiescat in libidine —dijo.

Y las otras voces respondieron:

—Requiescat in amore.

Caminaron hacia una segunda tumba, a una tercera, a una cuarta. Las manos del oficiante recitaban sobre la piedra:

—Requiescat in libidine.

Y las voces respondían.

—Requiescat in amore.

Y Lorenzo y Naná sentían como si pudieran verlo que aquellas cruces donde alguien había sobrescrito R.I.A. iban adquiriendo un prestigio que abolía el aislamiento de la piedra, y alrededor de cada cruz vibraba una luminosidad que fluía de la brisa sobre las velas nocturnas como deseando vivir, deseando.

—Requiescat in libidine.

—Requiescat in amore.

Los niños vieron que en la última tumba el oficiante desataba una cuerda, y regresaba por el pasillo central del cementerio con la oveja negra de la tienda, la oveja que le seguía con la cabeza débil e inclinada. Y las velas se reflejaban en sus ojos ovalados como si éstos fueran un espejo negro y vacío, incapaz de devolver una imagen que no fuera la de un último fuego. Y detrás de la oveja los otros tres, sotanas negras, máscaras de corcho, que producían un ruido irregular con sus pasos. Hasta que regresaron a la explanada de piedra que había delante de la puerta trasera de la iglesia. Junto al manzano, uno de los cuatro enmascarados sacó una azada de las sombras y caminó hacia el comienzo del pasillo central del cementerio. Y se oyó cada golpe en la tierra blanda. Como una cerradura de hierro que se fuerza con un hueso. Como una llave de hierro que escarba en el interior de un cráneo. Así cavó un agujero profundo como un brazo y ancho como la boca de un pozo. Después el oficiante se acercó a él tirando de la cuerda que ataba a la oveja y situó al animal entre sus piernas, al borde del agujero. Con la mano izquierda inclinó la cabeza de la oveja hacia la tierra cavada y, mientras su ayudante sujetaba las patas traseras, con la mano derecha sacó de la sotana un largo cuchillo que clavó en la garganta del animal.

Chilló. Y el chillido se ahogó en un borboteo. Y la sangre comenzó a verterse en aquel agujero en la tierra. Y los ojos ovalados de la oveja se limitaron a reflejar un último fuego cada vez más descansado y más último. Y la sangre manaba negra y caliente. Y Lorenzo y Naná, con los ojos llenos de lágrimas, se apretaban la mano para no gritar.

{Porque nosotros por fin abrimos los nuestros.
Desde el abismo que hay entre grumo y grumo embadurnado subimos de la tierra profunda para lamer la sangre, una sangre dulce, una sangre luminosa, y también lloramos. Mientras nos hacíamos paso entre la densa masa que está arriba y abajo y a la derecha y a la izquierda, que es como ver y subir desde la tierra profunda, bebíamos la sangre que manaba, y porque era lenta y alegre lloramos pues sabíamos que era un regalo, el mismo que nos llenaba tanto de esperanza como de la certeza de su límite. Y éste era el río rojo por el que navegamos hacia la promesa de la tierra.

El que recibe el nombre de padre Diego dijo:

“Tu altura es comparada
a la pujante palma levantada,
y tus pechos hermosos
a los racimos; dije yo en mi mente:
por los frutos copiosos
subiré diligente
a la dichosa palma y eminente,
y pondránse mejores
tus pechos que racimos más crecidos;
y serán los olores
de tus ricos vestidos
como el olor de inciensos encendidos”.

Y él y los demás untaron sus manos y sus cuellos y sus brazos y sus vientres con el barro sangriento del agujero junto al cual yacía el cuerpo de la oveja cuyo sacrificio hemos aceptado. Y se acercaron a las tumbas donde enterraron a algunos de los nuestros, porque tantos venimos de muchos confines; y restregaron sus manos y sus cuellos y sus vientres en la piedra de las cruces que coronaron nuestro entierro, uno como símbolo de todos. Nosotros lamíamos la sangre en sus manos, en sus cuellos y en sus vientres, pero no desde el otro lado de la piedra sino desde la carne caliente de los enmascarados, que no quieren que les quememos el rostro. Porque sabemos apartar la masa densa de arriba, de abajo, de la derecha y de la izquierda, sea ésta cualquiera de las materias de este mundo, aunque es como subir desde la profunda tierra.

Y todos nos arrodillamos delante de las tumbas que están decoradas con los más hermosos, los más apreciados; labios que nosotros acariciaríamos con el dedo sonámbulo de la muerte; senos donde reclinaríamos la cabeza para buscar el pezón con nuestra lengua evaporada; ojos donde nos dejaríamos turbar hasta la desaparición de la ira, Brando Bacall, Greta Dean; las imágenes que ahora tocábamos a través de los dedos de los cuatro seres vivos; el papel revelado donde esta noche obtendríamos el olor del producto químico que hizo posible el advenimiento de la carne y la sonrisa sobre el papel. Y tenemos la Imagen y deseamos la Imagen como si pudiéramos devorarla, pero debemos contentarnos con el olor a viejo de quienes nos han llamado y el olor de la sangre con que nos han alimentado. Porque gracias a ellos, que nos han traído, los amamos; porque gracias a ellos, que sólo nos dan la carne vieja que rechazamos y los ídolos de papel ante los que nos hemos arrodillado, gracias a ellos los odiamos.

Porque los viejos saben sentirnos y así ellos son capaces de huir de la muerte cercana. Por un instante, un instante en el que también perciben toda la fuerza de la potencia del ansia de nuestro deseo; un deseo que ellos echan tanto de menos en la vida que les queda como nosotros en la muerte sin plazos; el deseo, pero la fuerza de la potencia del ansia de nuestro deseo insatisfecho. Y aun así es hermoso.

Porque si un viejo enmascarado con un corcho de árbol frota su carne con una tumba enmascarada con una fotografía, nosotros habremos huido de la inmensa muerte durante la fragilidad de un momento y lograremos participar de la felicidad de la Imagen. Pero si acudimos aquí es porque no tenemos otra cosa.

Porque aquí nos hemos reunido miles de nosotros en un inmenso griterío que está formado de silencio. La noche y los viejos veneran el silencio. Y se acercan los primeros insectos a la herida en la garganta de la oveja que fue sacrificada por nosotros.

Aquí estamos los que vivimos en Lumbres –pero hay otros que vivieron aquí y han desaparecido de nuestra compañía-. Aquí los que huimos y fuimos devorados y ahora codiciamos y no podemos devorar. Aquí están los que vivieron en otros tiempos y lugares. Aquí hay uno que dice: “Preferiría ser un bracero y ser siervo de cualquiera, de un hombre miserable de escasa fortuna, a reinar sobre todos los muertos extinguidos”. Aquí estamos los furiosos, los desconsolados, los esclavos, los que nunca caeremos en el pecado de olvidarlo todo. Aquí están los padres y la hermana de Naná. Los padres han caminado detrás de las zarzas e intentan abrazar a su hijo vivo. Aquí hay uno que dice: “Tres veces lo intenté y tres veces se esfumó entre mis brazos semejante a una sombra o un sueño”.}

Como pueden ver, esta misma novela, El segundo círculo, es un juego de espejismos; un juego que escenifica la manipulación que el deseo y la imagen objeto de ese deseo proyecta sobre los seres humanos, sobre los vivos y los muertos, o mejor dicho, sobre nuestra conciencia y sobre nuestro inconsciente, donde cobra verdadero poder. Nuestro inconsciente, oculto como los espíritus que protagonizan esta novela, nos devuelve los estímulos exteriores convertidos en pulsiones que han macerado mezcladas con nuestros más antiguos instintos y con los secretos de nuestra propia historia. Todos los personajes de esta novela en definitiva son uno solo: nosotros mismos, empujados por un interior ingobernable y atraídos por la fuerza del espejismo exterior.