NOVELA BAJANDO DE UN TAXI

Pedro Sorela


De las diecinueve mujeres excepcionales que llegaron ese 29 de abril a París, once lo eran por bellezas varias. De las niñas, una llevaba escrito en sus ojos redondos el comienzo de una de esas historias de uno que cambian la de todos. El pelo renegro de la condesa inglesa se explica porque antes había sido cigarrera en Budapest. Y además de una joven canosa de Quebec, figuraba la obligada prostituta con cara de Blancanieves, llegada desde Londres en el Euro Star para cenar con un jeque en Maxim’s y dormir en el Crillon.

No todas las mujeres que llegaban a París, a comienzos del siglo XXI, querían ser actrices y triunfar, como en otros sitios. Querían triunfar, sí, pero al modo de París, que consiste en llegar, integrarse… fusionarse hasta parecer un bistrot, un castaño, un bouquiniste, una torre Eiffel más. más bien relacionado con las bandejas redondas de los camareros, el amarillo húmedo de noviembre o la desolada grandeza del Sena, que escribe la Historia de Francia y la puntúa con borrachos en las orillas.

Ese era el caso de Sonia, destinada a recordarle a los parisinos de la rue de L’Odeon lo que habría de seguir siendo el famoso chic de la ciudad, no una instrucción de uso para turistas ni menos aún entelequias de diseñadores colgando de modelos hambrientas con el ceño fruncido, sino algo fugitivo e indefinible que de pronto aparece en un pañuelo amarrado a un bolso, una mirada de novela que se baja de un taxi y se pone a caminar por la calle, la mujer que deja colgar sus piernas sobre el rio para hablar por teléfono con pasión…

¿Y por qué excepcional, Sonia?

Pues por su pelo liso en tres capas negras y por el contraste entre sus piernas, no largas pero que parecían salidas de un dibujo, y su mirada niña y al tiempo con experiencia que revelaba una curiosidad notable, vida interior. Justo la que la perdió.

Ahí, en ese verbo romántico, comienza la historia.

Toda historia nace con un conflicto, una nube sobre la luna, una ventana abierta en un rascacielos. En Sonia el conflicto era una especie de luz que se agazapaba al fondo de sus ojos y como que pretendía salir cuando, dos o tres días después de comenzar a trabajar en la librería 67 Millions de Routes[1], tomó el libro que le entregaba un cliente y lo examinó de arriba abajo, no sin preocupación.

—¿De verdad quiere leer esto?, preguntó.

Ese cliente dijo que sí, pagó y se fue sin escándalo. Pero el segundo, a los pocos días, dijo también que sí y preguntó fatalmente:

—¿Por qué?

—No sé, tal vez sea peligroso.

—¿Peligroso?, al cliente se le podía oír un borboteo, ninguno de los dos sabía que ese puede ser el rumor del destino acercándose.

—Sí, peligroso, confirmó Sonia: refuerza el Prejuicio y sube el Colesterol y la Tensión.
Varios incidentes de este tipo transcurrieron sin problemas pero un día un cliente pidió hablar con el Jefe.

—Me ha dicho –y miró a Sonia como si fuese una mosca sorprendida tejiendo una telaraña- que el autor de este libro debió de tomarlo al dictado de la televisión.

El jefe disimuló una sonrisa y puso cara de que el cliente tiene razón, una cara peligrosa, en París, porque a menudo el cliente termina yéndose humillado y ofendido.

—¿Y?, venía a decir.

—Pues que el autor soy yo.

Merecía serlo: era uno de esos escritores que copian la realidad y luego la venden como creación propia, y encima con ínfulas de artista, pero eso no impidió que el Jefe se diese cuenta de la gaffe cometida: el escritor que se compraba sus propios libros era además un personaje de la televisión y las revistas, y que no le hubiesen reconocido en la librería era, en su oficio de vendedores-relaciones públicas, un escándalo. Para hacerse perdonar el Jefe le regaló el libro (se lo pensaba descontar a Sonia), y luego le preguntó:

—¿No le has reconocido? (él tampoco).

—No. ¿Debiera?

Cualquiera pensaría que el incidente terminaba ahí, pero eso es conocer mal las leyes subterráneas de la literatura. Además Sonia parecía prisionera de una suerte de insolencia y los tenía desconcertados. ¿Cómo interpretar lo que sucedió días después? Una mujer que miraba por la parte baja de las gafas preguntó por un libro que hablara de arquitectos suecos, como máximo daneses.
Sonia la miró con paciencia.

—Este es territorio libre, sin fronteras –de un amplio gesto abarcó la librería como si mostrase un oceáno-: “¿No lo ve?” Y continuó con lo suyo.

Lo que irritaba sobremanera de Sonia es que parecía saber más respuestas que nadie. “¿Por qué no lee el auténtico?”, le dijo a quien le pidió un libro de uno de los muchos imitadores de Faulkner que proliferan cada otoño. A la joven que le pidió la novela de un culebrón le contó no sólo qué ocurría esa temporada sino, por deducción, cómo seguiría en las dos siguientes, y la hizo llorar: en cinco minutos le habían destrozado el juguete para distraerse el tedio de tres años.

—Es que esos no son libros, son fotocopias, se intentó justificar Sonia, de nuevo ante el jefe. Después le recordó que las películas suelen ser como racimos de cerezas: basta sacar una escena que a continuación salen las demás. “Son historias encadenadas”, explicó. Está claro que no sabía aún dónde trabajaba.

Además sus excusas llegaban demasiado tarde. Sus compañeras la miraban con odio, pues no habían leído ni la mitad de la mitad que ella, y sus compañeros con miedo (salvo uno). Se preguntaban cómo sería en la cama una mujer que sabía tanto. Además la belleza de Sonia se las arreglaba para sobrenadar en un oficio que se consume entre polvo y libros previsibles como las postales de la torre Eiffel que se venden siglo tras siglo sin que a nadie, nunca, se le ocurra escribirle al pie: Eiffel Tower, London, o situarla inclinada en el Campo dei miracoli de Pisa. Los ojos de Sonia parecían inmunes a sus gafas de concha que se ponía para leer y no podían ocultar su brillo. Sus manos sugerían caricias sin ni siquiera llevar pintadas las uñas. Sus piernas parecían poder caminar solas. Y su escote…

Era el escote, una elegante uve trazada sobre una escultura redondeada y prieta, el que tenía obsesionado al escritor: Sí, el del libro como dictado por la televisión.

El escritor era un campo de batalla. Tenía la vanidad herida pero al tiempo no podía quitarse a Sonia de la memoria y la imaginación: una mezcla temible pues ambas se potencian como el rojo de China sobre un labio húmedo. Atormentado, espiaba el escote de Sonia y ahí, en la cálida firmeza de un hogar sostenido por delicados encajes, le parecía intuir la vida feliz que se estaba perdiendo. La acechaba desde el segundo piso de la librería en las horas punta. Fingía concentrarse en un manuscrito mientras la sentía desde lejos en el bistrot donde iba a comer. Precaución inútil porque, en Sonia, el camembert y las salades crudités no eran más que pretextos para poder concentrarse en los libros que se bebía. (No era sólo que leyese más, algo que no siempre se nota: es que vivía los libros como si fuesen amantes o accidentes).

Pero no pasaban dos días sin que entrase alguien a provocar.

—¿Tiene algo de amor?

—¿Con luz de luna o con penetración?, respondía Sonia. Y cuando la llevaron ante el Jefe: “Ah, porque ¿hay más posibilidades?”, preguntó.

El jefe se la guardó y la segunda vez le respondió que sí, que no hay ni luz de luna ni penetración en Neruda, Rilke ni Apollinaire. Sonia sólo parpadeó una vez:

—Pero es que nosotros ya no vendemos a ninguno de esos autores. De hecho no vendemos poesía.

Bueno, a esas alturas, ni poesía, ni ensayo, ni teatro, ni...

Hacía ya varios meses que Six millions de routes había sido absorbida, como dicen los periódicos, por un grupo mucho más grande que también vendía discos, vacaciones con desayuno incluido en “hoteles literarios”, fuese esto lo que fuese, comida de gourmet que salía en novelas célebres y hasta algunas prendas de ropa iguales a las utilizadas por los actores en películas de novelas adaptadas, además de la de campeones de tenis y de motos en fiestas recientes. Y todo eso ocupaba sitio. Con el resultado de que

—¿Sabe usted a cuánto está el metro cuadrado en esta zona? , como le respondió el responsable a un viejo cliente que preguntaba, contrariado, adónde se habían llevado la sección de poesía.

Esa zona era Saint Germain, y en los últimos años cafés históricos y librerías de segunda mano habían sido sustituidos por boutiques cuyos precios en los escaparates los reconvertía de golpe en los de una librería especializada en literatura fantástica.

Pero esa, que parecía una sencilla y ya muy vista operación comercial, encontraba alguna resistencia en los libreros al viejo estilo, como Sonia. Sobre todo cuando comenzó a suceder lo de siempre: el general jubilado pretende organizar los juegos de los niños. La madre quiere elegir los besos que recibe su hija. Los banqueros critican el método del croupier para hacer girar la pelotita de la ruleta… En Six millons de routes, muchos de los jóvenes y dinámicos jefes de negociado, casi todos los vendedores de discos y de los patés de ocas de oro que salen en El Gran Gatsby quisieron reorganizar la vida de las librerías sin comprender que una librería debe ser el caos, lo impredecible –incluso las mesas de novedades-, y no admite más ordenamiento que el alfabético, si acaso.

Eso intentó explicarles Sonia. “No los mareen”, decía, feliz pese a todo con toda la gente que había comenzado a llegar a la librería, atraída por la posibilidad de comer y vestirse como en las novelas, ya casi no hacía falta ni leerlas. Sonia se sentía como la cuidadora de un gorila triste del zoo al que por fin viene a visitar un autobús de simios. “No hay que ordenarlos mucho, que se dañan”, pedagogizaba, y retiraba con suavidad la escalerilla que usaba un diseñador de ropa aspirante a reordenador de la sección de Arte.“¡Déjenlos en paz!”, gritó al fin, exasperada, subida en una pequeña montaña de historietas que una de las jóvenes ideólogas de la nueva empresa quería secuenciar de una forma “más moderna y atractiva”. Y se sentó sobre la montaña para protegerla.

Pronto, claro, se hizo antipática. Los nuevos empleados estaban acostumbrados a reorganizar las cosas una y otra vez, para mantener el tiovivo funcionando, y no querían que nadie les recordara –o que les informara, pues no lo habían sabido nunca- de las veces que se produjeron graves consecuencias tras el intento de ordenar libros y embutirlos en casitas y cajones en los que no cabían. Un libro no es menos salvaje que una cebra y es necesario que viva a su aire.

Pero casi todos los colegas de Sonia, intimidados por estos nuevos vendedores, que además traían títulos en Publicidad, Semiótica y Estudios Culturales, agachaban con humildad su cabeza de libreros al viejo estilo –a lo que ayudaba el que les hubiesen bajado el sueldo, por falta de especialización-, y se prestaban a sus caprichos.

Bueno, no todos. Odo Maquis no. En primer lugar, porque estaba enamorado de ella.

Y en este punto estamos.

No es, claro, su verdadero nombre. Le llaman Odo porque conserva el olor a libro que no habría destacado en una librería de antes, pero sí entre todos estos libreros que se perfuman y se visten como en las películas y en las carreras de coches. Y Maquis porque, con sus ojos fugitivos de pura timidez, siempre parece emboscado.

Durante estos últimos meses Odo ha estado viniendo antes a la librería para ver llegar a Sonia –corriendo, con restos de sueño en los ojos o lluvia en el pelo-, y se ha ido justo después para, con sus ojos en fuga, verla caminar hasta el metro. En pisar sus huellas frescas ha encontrado el consuelo de las veladas en que por primera vez los libros ya no. A veces ha salido para caminar en la noche hasta su calle, levantado sus ojos hacia las que creía sus ventanas, y se ha imaginado allí, con ella. Luego ha regresado dándole pataditas tristes a las hojas del otoño.

Pero no hay que quedarse con esa imagen cursi de bolero parisino. Porque Odo es quien ha espiado a Sonia… pero también al tipo que la espiaba mientras comía salades crudités por ahí cerca. El que con sus ojos con mal de sambito la protegía. El que revisaba su trabajo en secreto y devolvía libros a su estante para que a ella no la pudiesen reñir, o echar: el jefe ha estado poniendo ojos de patrón que ya anda buscando causas. Él fue quien descubrió que casi todos los provocadores –aquellos que preguntaban si había algo de amor o lo de los arquitectos daneses- eran esbirros del escritor… Sí, el enganchado. El que no puede soportar los desplantes de Sonia. El que prefiere su escote clausurado para siempre antes que de otro.

El escritor con la vanidad irritable que, por cierto, ya ha organizado una nueva conjura. Y esta vez va en serio.

El tipo se ha traído al editor de una casa discográfica, al chef que diseña los platos literarios, a su jefe de prensa, a tres de sus críticos favorables e incluso a unos cuantos lectores, los ha distribuido por la librería y, mientras recorre París una de sus habituales tormentas secas de viento, están envenenando a la muchedumbre: Sonia, esa chica que molesta tanto “¿no es muy rara?”, sugiere el editor. “¿Por qué se empeña en conservar el desorden de la librería? -pregunta uno de los críticos favorables-.“¿No es raro?”, insisten.

“¿No es muy rara ella, tan rara que no parece una verdadera parisina?”

“Y ese chic antiguo régimen, esa forma de llevar los pañuelos como si la calle fuese de aire, de caminar con una falda como entre una bandera… esa desfachatez al coger los libros como si fuesen una prolongación natural de las manos y la vida?”

Hasta que, como se veía venir,

“¿Por qué se empeña en defender tanto los libros… en perjuicio de los discos, las películas, la comida de diseño, la ropa…? ¿No ve que eso es lo que realmente quiere la gente?”

Odo no ha podido detener a la muchedumbre, que ya mira fijo. Lo único que puede es acercarse a Sonia y verle en los ojos fragilidad y susto, cogerle al fin dos dedos largos y fuertes de tanto pasar páginas, sin atreverse aún a soñar con caricias, y llevarla a un refugio bajo una escalera donde Odo preserva de la guillotina, sin saber muy bien por qué, a escritores de otra época, libros que ya nadie quiere ni de regalo para calzar mesas.
Y ahí están, juntos, alumbrándose con velas, leyéndose pasajes que iluminan lo que viven, como pasa con los clásicos, mientras esperan a que el viento se enderece y la multitud se amanse y se centre en otra cosa.

Odo siente el vértigo del momento y con los ojos más acelerados que nunca se pregunta qué ocurrirá.

Ella, que desde hace tiempo observa cómo él la sigue y la cuida, se concentra sin que se note. Se imagina afuera, a la intemperie, bajo el cielo cambiante, y apela con sus últimas fuerzas para que el viento siga soplando. Que no ceda. A ver si entre todos, el viento, París y ella, además de la multitud amenazante, logran acabar al fin con la timidez de Odo y hacer que le quite las gafas con manos temblorosas y se decida a besarla de una vez.


nota:
[1] 67 millones de carreteras