LA VIDA CON MEL

Silda Cordoliani

María Félix y Agustín Lara


La mujer se asoma a la ventana desde donde hace muchos años solía complacerse contemplando el cerro majestuoso. Trata de imaginarlo tras las ruinosas torres de cientos de apartamentos, imaginarlo como era entonces, porque ahora, así un milagro derribara esos monstruos insalubres, tampoco la montaña sería la misma: sembrada de minúsculos habitáculos de “colores tropicales”, calcinados sus escasos espacios desocupados, prefiere en verdad que permanezca oculta, tapada para siempre por el enjambre humano que es hoy todo su paisaje.

Quizás por eso, por lo abstraída que se encuentra en tales pensamientos –aunque podría ser más lógico adjudicarlo a un falla auditiva, bastante normal a su edad–, no escucha las primeras notas del aparato, el fragmento de jazz que ha escogido (entre otros tantos sonidos que le avisan de diversos asuntos cotidianos) para las llamadas internacionales. Al percibirlo, se aparta presurosa de la ventana hacia la pantalla más cercana, la de su sitio de trabajo (y distracción). Pero cuando la alcanza, la comunicación se ha cortado y desconoce el loguín del frustrado interlocutor. Si se tratara de la llamada que aguarda no habrían interrumpido tan rápidamente.

El resto del día será largo. Mientras no llegue la noticia esperada el tiempo se distenderá en su versión más absurda. ¿Cómo pasarlo? Sonríe entonces recordando un viejo chiste repetido hasta la saciedad por uno de los hombres que más amó: “¿Qué hago?, ¿me voy al cine o me tiro a la bartola? ¡Ah, mejor me tiro a la bartola!: ¡Bartolaaaa!”. Un chiste sin vida –se dice–, tan muerto como tú, Agustín, querido, pues quién conoce hoy día eso de “tirarse a la bartola”.

Su mirada se detiene en uno de los libros sobre el escritorio. Sí, le gusta esa novela cuyo título ocupa toda la portada con un verde fosforescente: ¿dónde quedó en esta nueva lectura de El desamparo? Hace esfuerzos pero no se acuerda; abre la página marcada y relee: sí, el protagonista se ha encontrado finalmente con otro ser humano tan confundido como él; lo que sigue es un largo diálogo que dejará para más tarde, porque por los momentos prefiere su otra vida. Allí es una esbelta y joven mujer de piel oscura, con la exacta voz ronca de una antiquísima actriz mexicana (la escogió en honor a Agustín, pero no el suyo, sino el otro, el Lara). Allí es pareja de Mel, un hombre tan atractivo como ella (parecido a aquel George Clooney ídolo de su adolescencia), de quien sabe ya ha descubierto su infidelidad. ¿Por qué aún ningún reclamo?, ¿será que lo acepta como algo natural? Posiblemente: estos hombres de ahora parecen ser así, tan distintos a los que le tocaron...

Se busca en la máquina, en el perfecto hogar de aquel lado, tan diferente al caótico de aquí, para dedicarse a hurgar en la sección de trajes casuales dentro del gran clóset detenidamente ordenado. Desea lucir lo más bella y seductora posible antes de volverlo a encarar. La verdad, no quiere perderlo, no sólo porque lo ama, sino porque es tan difícil conseguir un marido estable en esa vida como puede ser en ésta: le debe una explicación. Escoge un vaporoso vestido retro que tiende sobre la cama. ¿Qué peinado se hará esta vez? El largo cabello ensortijado le permite miles de variantes, pero él siempre lo prefiere recogido, como lo llevaba en aquella primera cita, cuando le dijo que su rostro despejado le recordaba a Nefertiti (por eso se bautizó Nefe, allá, en el mundo otro). Sí, debe ser un hombre informado, si hasta se rió cuando le contó el chiste de Agustín, pero él no sabe nada del difunto: allí no ha tenido tiempo aún para ser viuda ni guardar muchos recuerdos.

A estas horas nunca se encuentra en la casa, ¿lo hallará en otra parte? Por un instante temió su ausencia, pero no, él casi siempre está en algún lugar de aquel lado (¿será que no tiene nada más que hacer?), y de allí el reclamo más recurrente de Mel: “¿Dónde te metes? ¡Nunca te encuentro!”. Y a ella le parece más bien que le dedica tanto tiempo... tanto, que hasta se ha dado el lujo de serle infiel. Lo ubica fácilmente en el periódico, es el diagramador jefe del diario más leído de la zona. Él atiende su llamada con mal gesto y tono displicente, argumenta mucho trabajo pero finalmente cede a su invitación para una cena muy especial, en tres horas estará con ella y, antes de cerrar la comunicación: “Me gusta tu peinado”. Ah, también él prendió el visor: buen augurio.

Tres horas, calcula, serán apenas unos treinta minutos: lo justo para comer algo aquí y allá correr al supermercado, preparar algún plato sofisticado y el sorbete de limón que ambos adoran. Luego terminará de arreglarse para la difícil velada.

Mientras prácticamente engulle la simple ensalada de lechuga y atún, vuelve la melodía de las internacionales. Con la boca llena, llena también de expectativa, atiende ansiosa al rectángulo de luz incrustado frente a la mesa de la cocina. Un rostro demacrado asoma desde miles de kilómetros de distancia:

–Mami, tenía tantas ganas de hablar contigo...

–Lo siento querida, tengo un trabajo muy importante que terminar. Te llamaré en un rato. Besito.

Lucía siempre con un problema, y siempre tan inoportuna, piensa mientras desconecta la pantalla para acabar cuanto antes de comer. No debe postergarlo más: escogerá el tango más triste sólo para las llamadas de la hija.

Minutos después todo está a punto, hasta la champaña en la hielera y, a su lado, las dos finísimas y nuevas copas que le sonrieron en el súper. Preciosa, voluptuosa, envuelta en la gasa suave y transparente del traje, se sienta a leer en uno de los sillones mientras lo espera, continuando aquí con la aventura de Gil en el orbe despoblado. Casi terminando el capítulo de diez páginas de diálogo extraordinario, leídas no obstante sin desatender a la computadora (algo así como una hora de lectura inquieta en el gran salón a la espera de Mel), oye el leve zumbido de su auto al estacionar. De este lado se pone presurosa los guantes y el sofisticado cintillo para servir allá la champaña y aguardarlo de pie, una copa en cada mano.

Al leve ruido de la puerta principal abriéndose se sobrepone el sonido del jazz, y sobre la visión de esa puerta que comienza a desplegarse, una pequeña pantallita otra vez con la cara angustiada y ansiosa. ¡Cómo pudo olvidarlo!: aprieta una tecla que interrumpe enseguida la posible conversación con la hija y evita cualquier otra. No puede permitirse ninguna interrupción durante un buen rato, ni siquiera si se tratara de la llamada que tanto ansía. Lo que viene es crucial.

–¿Y esto?... ¿Será que de verdad me amas?

–¿Tengo que decírtelo o prefieres que siga demostrándotelo? –interroga Nefe con afectación de niña arrepentida y sumisa, labios y mirada que se dilatan de puro anhelo mientras le extiende una de las copas.

Él la acepta tras un breve instante de duda, se tiende en el sofá y le sostiene la mirada sin ningún gesto especial, como si en vez de observarla a ella estuviera viendo algo mucho más allá, ¿su alma, quizás? Eso siempre le ha encantado: las miradas fijas de los hombres llenos de misterio, cuando por más esfuerzos que hagas no puedes ni aproximarte a su verdadera esencia.

Sentada frente al amado, comienza a hablar calculando cada frase. No ha tenido tiempo de practicar su discurso, pero se lo sabe... Alguna vez le tocó otro semejante de este lado, aquella vez sí lo ensayó durante días y el resultado fue bien poco afortunado.

–Yo sé que lo sabes todo. Has guardado silencio y te lo agradezco. Presiento, espero, que lo hayas hecho porque tienes la absoluta certeza de que ese encuentro carece de toda trascendencia. Tal vez no sea necesaria ninguna otra palabra de mi parte, pero...

Lo que sigue es tan largo como lo de aquel día ya no se acuerda cuántas décadas atrás, mucho más fluido ahora sin embargo. Un monólogo extenso y perfectamente articulado, tal como el diálogo de Gil con el único hombre que hasta ahora, casi al final de la novela, se ha encontrado. Cuando pronuncia la última de sus expresiones lapidarias, muy recurrentes en ella, por cierto (eso dijo algún crítico), se da cuenta de que el hombre ya casi ha vaciado la botella de champaña y continúa mirándola fijamente, embelesado no por su belleza, extraordinaria en esta noche, sino –imagina– por la capacidad única que ella posee para la oratoria, “para enunciar de forma admirable palabras y frases que convocan imágenes profundas y sublimes” (¿dónde lo leyó?).

La ha escuchado en absoluto silencio y en silencio absoluto continúa observándola sin ni siquiera pestañar mientras sorbe despacio lo que queda en su copa. Nefe rueda entonces del sillón y se le aproxima deslizándose en la alfombra como una boa domesticada pero hambrienta. Concluido su recorrido, recuesta el rostro entre las piernas del hombre. Él hace rato que claudicó de cualquier posible disgusto, pero ella no lo sabe hasta que siente su mano tibia sobre el cabello, que ahora despeina distraído.

Hicieron el amor antes de la cena sobre el tapete tibio; y también después, en la amplísima cama. Quedaron rendidos, exhaustos.

Así se siente: rendida y exhausta cuando se quita los implementos que le han permitido sentir esos orgasmos maravillosos. Demasiado para alguien de su edad: ¿eran tan plenos los otros?, quisiera recordarlos, pero hace tanto tiempo...

Aún quedan algunas horas de sol, y aunque se ha acostumbrado a dormir muy temprano y a levantarse de madrugada para poder coincidir con la persona que es Mel, piensa que hoy no podrá hacerlo. No por lo que acaba de pasar, sino por la desazón que le produce la noticia que no llega (acaba de comprobarlo al revertir el comando interruptor de las comunicaciones) y también, ¿a qué negarlo?, por las frustradas llamadas de Lucía. No ha sido capaz de superar la culpa, inalterable en un recóndito nicho donde nunca han llegado su inteligencia ni las arengas y consejos de los tantos guías emocionales consultados a lo largo de la vida. Nuevamente se enfrenta a las preguntas que la obsesionan: ¿será que no la quiere?, ¿será que nunca terminó de aceptar su inesperada, inconveniente, no deseada llegada? Sí, jamás ha podido perdonarle la carrera truncada, los tantos años de dedicación que le exigió la niña endeble y nerviosa. No, no la perdona, pero tampoco a sí misma por su incapacidad para aceptar la maternidad. ¿Qué otra razón pueden tener sus evasivas constantes, más aún cuando la hija se presenta así, desecha, dopada sin duda por alguna droga de última generación? También ella recurre a la suya especial para estos casos: justo en la vena del brazo izquierdo se clava la minúscula jeringa con los milímetros exactos del viscoso líquido azul. Minutos después, laxa y feliz, la busca en uno, dos, tres lugares en la red donde podría estar; no la encuentra (¿o acaso se esconde?), pero le deja convenientes e insinceros mensajes que la alivian completamente. ¡Mejor!, ¡qué bien!, se dice disponiéndose a retomar la lectura.

Cuando cierra el libro no puede dejar de sentir un leve desencanto: el final le parece decepcionante, más aún tomando en cuenta que el capítulo anterior, el del diálogo, podría calificarse de magistral. Trata de ser objetiva: ¿cómo en tan pocas páginas, con tan breves parlamentos de los dos personajes puede un autor provocar tantas emociones y dar tanta información? Pero lo que más le satisface es que lo haya logrado con un léxico donde confluyen diversos tiempos verbales en tres lenguas diferentes. Decide volver sobre el capítulo tomando toda la distancia posible, dispuesta a anotar a mano lo que considera hallazgos literarios dignos de recordar, de tener en cuenta. Una gran libreta empastada y el muy antiguo bolígrafo Parker enchapado en oro (legado exquisito de su padre) son para ella obligación en estos casos, una manera de no olvidar el viejo (y verdadero) arte de la escritura, cuando escribir era el trazo, el grabado, la marca indeleble de la tinta sobre el papel. ¿Habrá Mel “escrito” alguna vez algo? Nunca se lo ha preguntado. Busca otro cuaderno más pequeño y anota al final de la columna de Preguntas para Mel: ¿Sabes “escribir”? Antes que esa hay exactamente cinco sin tachar, pendientes por hacerle.

Con la frente sobre las manos, las manos sobre la libreta, la despierta el sonido de la trompeta de Cole Porter y, casi asustada, se levanta para atender de inmediato, pero la oscuridad exterior, rota por las luces de neón de su único paisaje, le indica que la noche se ha instalado; la esperada llamada del país vecino nunca se daría a esta hora. ¿Será Lucía? Entonces se detiene, y sin necesidad alguna se oculta en un rincón donde la cámara no pueda captarla mientras escucha: “Mami, ¡atiéndeme por favor!, prende la luz y atiéndeme”. En un rato, querida, cuando haya tomado nuevamente fuerzas para enfrentarte, le asegura para sí.

La ansiedad la domina. Le gustaría tanto abrazarse a Mel en este momento, y mucho más, si no lo tuviera prohibido, contarle los motivos de su angustia. Se niega a buscarlo en este estado, pero la sola idea de que puede estar él tratando de ubicarla logra darle un poco de calma, suficiente para volver sobre la nueva novela: tiene la estructura, principio y posiblemente final, pero apenas veinte páginas escritas. Las relee sobre la pantalla mientras va corrigiendo adjetivos, artículos, incluso construcciones verbales, olvidada completamente de Lucía, olvidada de Mel. Sin embargo, por momentos, su propia voz la detiene, una voz interna que insiste como en letanía en que ya es hora de algún valioso reconocimiento: El desamparo es su mejor obra, merece ganar, ¡¿cuándo llegará la noticia?!

El amanecer la sorprende con otras cinco páginas escritas. Está agotada pero satisfecha. Y seguramente es esta satisfacción la que le otorga la energía suficiente para atender con resignación la llamada de Lucía, más tranquila ahora, hasta reposada, se diría.

–Hija, disculpa, pero ayer fue un día complicadísimo para mí –miente sin remordimiento.

–No importa mami, hasta fue mejor así. Yo estaba demasiado nerviosa...

Esta vez, como cosa extraña, piensa la madre, el tema de sus infinitas quejas no son sus kilos de exceso ni las extrañas enfermedades, tampoco ninguna traición de su cada vez más pequeño círculo de amigos, ni siquiera el pesar que como activista verde le produce el ciertamente cada vez más inestable ecosistema del planeta. Esta vez el problema es Manuel, el niño que tuvo al borde los cincuenta, el gran orgullo de ambas, y que la abuela ha visto crecer a través de las pantallas. Está tan preocupada con esta adicción, dicen que son etapas, cosas de quien apenas se inicia en la adolescencia, por eso no le había contado nada, pero ya han transcurrido varias semanas y el descontrol pareciera agudizarse cada vez más.

–No, no se trata de que pase todo el día atento sólo a los controles de la máquina y, cuando no, tendido en la cama con la mirada clavada en el rectángulo luminoso que ocupa buena parte de una de las paredes de su cuarto. Es que se ha hecho fanático, adicto, te repito, a un mundo virtual que lo está consumiendo. Mami, ni siquiera come lo que le llevo. Hace dos días hice venir a mi analista, porque es que claro, se niega a salir de la casa, y me pareció que había quedado muy preocupado. Me citó mañana en su consultorio, para conversar con calma, me dijo.

–Y tan buen niño que era, tan estudioso...

–Ya ni siquiera le interesan las historias de los faraones, ¿recuerdas que era su pasión?, ya ni atiende a los amigos ni quiere oír hablar de la escuela de diseño.

–¿Pero qué le estará pasando? –y es sincera su preocupación instantánea–. Si yo pudiera hacer algo...

–Por cierto, nada tiene que ver, pero ¿sabes qué me contó el otro día? Seguro que está corriendo en la red...

–¿Qué te contó?

–Nada, una tontería, pero me acordé tanto de papá... ¿Recuerdas aquel chiste loco, su preferido, el de la bartola? Me dijo que se lo explicara, aunque igual como que no lo entendió... ¡Mamá!, ¿me oyes?

–Sí... yo... entendió... no...

–Mami, ¿qué te pasa?

–¡¿Ah?!...

–¿Te pasa algo?

–No, no querida, es que estoy nerviosa esperando una noticia, una noticia muy buena. Te va a gustar. Hablamos mañana, ¿si?

Una, dos, tres horas después, ninguna nueva interrupción en su vida de anciana solitaria, anciana inmóvil ante lo único que la une al resto del universo: la pantalla de trabajo (y distracción), desconectada una, dos, tres horas antes por decreto propio. Pero no será por más tiempo. Finalmente se decide, qué otra cosa puede hacer. Al diablo la noticia que ya sabe nunca va a llegar, al diablo Lucía.

Serena, rebosante de sensualidad, radiante de juventud, la mujer sin pasado vuelve al hogar maravilloso, ubica su pulsera con visor y la pulsa:

–Mel, amor mío, qué alegría encontrarte. Ven pronto a casa, ya sabes que no soporto la vida sin ti...