MALEMBE

Juan Carlos Chirinos

Jeanne Hebuterne, de Modigliani


a Iliana Yánez


El ventilador ofrece una fuerza incontenible, piensa un mosquito, empeñado en llegar hasta el muslo. La noche oculta muchos objetos, pero nunca la blancura de las sábanas. Entre ellas, el cuerpo moreno y desnudo palpita rítmicamente. Aún faltan unos instantes para que se despierte. A su lado, otro cuerpo, perfecto en su pliegue más erróneo, arriba a conclusiones personales, mirando hacia el techo. Se rasca una oreja puntiaguda y murmura en recitativo:

—Malembe...Malembe...

Quisiera tener un cigarrillo, fumar como lo cumple cada actor antes de su función, pero lo último que queda es un rolling mal armado. Minutos antes, años antes o el instante anterior, pudieron reconocer los destellos del delirio. Ambos fumaron marihuana y rieron vivamente, construyendo chistes absurdos y situaciones graciosas. El mosquito los circundó un rato y se posó cortésmente en el techo a esperar el clímax del cannabis. Una pequeña franela cubría tímidamente parte de los senos de la muchacha, cuya textura un lente de mucho aumento hubiera podido descubrir entre escamada y durazno. En medio del falso delirio, levanto la franela, aprovechando que no me ve nadie: son pequeños, suaves, y con una punta de madera de caoba rosada. Muerdo con fuerza. Mientras miraba el techo, sentía un penetrante olor. La oscuridad (Obscuridad, —dice ella— a mí me gusta la pausa que da la «b» de obscuridad), envolvía cada objeto del cuarto, menos las sábanas blancas, como si tuvieran unos bombillos por dentro. Ahora bien, lo complicado de explicar es esto: la piel.

La piel tiene consistencia siempre y cuando el tacto que se realice sea más o menos terso, más o menos breve. De este tema el mosquito es un gran maestro, caramba, si lo sabré yo, podré decir, que tengo ya seis horas, casi toda mi vida, dedicado a la búsqueda de pieles penetrables y rosas. Y, claro, siempre y cuando la piel est dispuesta a dejarse recorrer, como las colinas nevadas de un esquiador finlandés. A esa hora de la noche, brilla como el camino entre Italia y Francia, lleno de caballeros, de armaduras. Entonces las caricias son repartidas sin discriminar sábanas de pieles. El efecto no se hace esperar. Ella levanta una pierna y acaricia, donde tiene que ser, con una parte de su pantorrilla. Ningún resultado.

El otro besa con salmos la espalda y bendice mil veces cada peca. Ningún resultado. Ahora la forma perfecta de unas nalgas, surcadas por la línea meridional de la vida, se acopla contra el respectivo cóncavo. ¿Ningún resultado?

Nada. El sueño gana otra vez terreno y arropa cada cuerpo, protegidos así del viento helado del ventilador.

A través de la ventana, a unos cientos de metros, se divisa una pequeña figura: posee dos alas. La obscuridad destila un índigo pastoso, lateral, y nada de ello es extraño; hace rato que se sabe del color de la noche. Una melodía, que emerge del radio del vecino de abajo, y sube como un aroma oriental, subraya el tinte del ambiente («en la noche azul, oyes el eco enamorado de mi voz, escúchalo mi bien, escúchalo mi bien que es para ti...»). Ambos cuerpos yacen atrapados en la Divina Modorra. Ella, en el fondo, quisiera que él la tomara por la cintura y la doblara como un arco se dobla ante el empuje de su flecha; sin embargo, entiende que su guerrero merece un poco de reposo.

Horas antes, cuando llegaron de la calle, del ruido de los automóviles, ella sí supo de la fuerza con que unas firmes nalgas hollan el espacio más estrecho.

La música, que sube como en las comiquitas, y te toma de la barbilla, un olor de queso para un gato, continúa en su blues solitario. La figura de las alas ha crecido un poco más: se acerca, es indudable. La luna brilla, ahora. Verdaderamente, la franela de la joven es muy angosta; los senos fluyen de un lado, de otro. En el lugar menos pensado, asoma su único ojo arrugado un pezón, imperceptible pero consistente. Roza -cómo no describirlo- la textura de la franela (¿se dijo ya que era blú?) y se endurece imperceptiblemente. Sin duda, ella est muy aburrida con este guerrero yacente, incapaz de aguantar más de dos cachos. Él no duerme, est segura; en realidad sabe que se ha pegado del colchón como sólo lo sabe hacer aquél que ha llegado al lugar más recóndito de Bagdad.

—Siento que estoy aplastado, que estoy en la Ciudad.

—Invéntame un cuento, como si nada de eso fuera suficiente para perdonarte la vida. Cuando amanezca, nos echarán de este hotel y todo volver a ser normal.

El muchacho mira hacia la ventana y descubre al volador que se acerca.

—Realmente, tal vez no.

—Si alguien me contara una historia fantástica, le daría un premio increíble...

La muchacha empieza a bajar —porque está drogada, o porque es un cuento— su lengua por el pecho del muchacho y deja atrás el ombligo: arriba a la estepa, y empieza a recorrer el pie de monte. Cuando acuerda, el volcán está en su altura máxima y a punto de hacer erupción. Ella entra en una especie de trance, y a pesar de que odia la textura pastosa, continúa dando giros alrededor de la cabeza, sagrada a esas alturas del alucinógeno. Como una serpiente, siente que la hipnotiza y le impide despegar el rostro, sostenido —entre otras cosas— por las manos inmensas del muchacho.

Ella es firme: no quiere. Y aunque estas palabras recorran mil veces la escena, desde arriba, desde abajo o a los lados, ella —Diana de boca virginal— no cede ante los ruegos de la retórica. En cambio, el muchacho la levanta de donde yace postrada y da la impresión de que mil jinetes se acercan: ellos con sus cuerpos se protegen en el momento justo cuando ella observa que en el cenicero va muriendo un cachito a punto de convertirse en chicharra. Brinca conmocionada y da un jalón eterno que luego de un rato lo comunica a su compañero, transplante innecesario.

A estas alturas, el ángel ya est en la ventana, aunque ellos no lo han advertido. Aplasta sin piedad al mosquito («Era su hora, se justifica»). Nosotros sí nos percatamos de su presencia, por lo cual, recogiendo sus alas, mira hacia acá y responde (¿airado?):

—Aquella mañana, todas las sirenas se congregaron en la playa; tenían reunión extraordinaria, pues ese día elegirían a la nueva doncella de los mares. Esto fue ya hace mucho tiempo. Cuando discutían sobre los cómo y los por qué, siempre en las dulces melodías que las caracterizan, un ejército de cuatro mil caballeros cruzados bajó en desbandada hasta la playa. Más tarde, luego del ataque, echados en sus tiendas, presenciaron el avance de diez mil camellos infieles que se venían sobre ellos, y se defendieron —ya atemorizados, ya ladinos— diciendo que no sabían nada de la reunión.

Pero como a un ángel no le está vedado conocer el alma de un mortal, no me costó mucho dar con la vil verdad: un nigromante (también debidamente castigado) había adivinado el sitio de reunión de las sirenas, y los cruzados, en mala hora, desearon ver el rostro de las doncellas. Se aplicaron cera en los oídos y atacaron sin contemplación. Casi todas pudieron huir. Entre todas, la más pequeña, la más verde también, fue raptada —nada más a la medida— por el caballero de capucha roja, Rey de los Enanos del Norte, enano él, y duende magnífico. Su nombre eslavo: Iván.

Ricardo, Corazón de León, le conoció como Jack, the dwarf; Carlomagno, bonachón y analfabeta, le llamaba por el nombre franco: Le Petytte Jean; Beowulf le creyó un Skildingo; la Crónica Alfonsí, lo califica como Johanes, Homme Breve.

En algún tiempo, fue perseguido con saña por prácticas de brujería en más de diez Franco-condados; y en todo el reino Helvecio por su tocayo Juan de Panonia. Lutero lo confundió con el demonio. En una zona de África, muchos años después gobernó una tribu feroz y azul (de alguna manera él cambia de color cuando le place) donde fue conocido por su nombre más popular: Malembe, algo así como El Suavecito. Esto puede sólo ser una historia.

Este rey enano raptó a la sirena más joven, la menos experimentada, la más verde por lo tanto. Por este hecho, trágico al mundo marino, las sirenas mayores me llamaron y me pidieron devolverles a la hermanita menor. Soy el ángel de la trompeta, y mientras ese segundo final no llegue, ejerzo algunas otras funciones —detective, por ejemplo.

Esta ha sido una pesquisa muy larga, en la que me he visto obligado a descubrir algo que no gustar mucho a las hermanas de esa muchacha.

Apenas hubo raptado a la sirena, el rey enano, Malembe, regresó a su país y allí sus mujeres lograron borrar de la memoria de la sirenita todo su pasado marino. Así fue como se convirtió en la Princesa de los duendes. Ella no est muy dispuesta a regresar, sobre todo ahora que ha perdido sus escamas y conocido las delicias de la yerba y el amor...

Extendidos en la pradera de la cama, él y ella observan divertidos al ángel posado en la ventana que habla y habla y habla. No pueden aguantar la risa, porque nunca han visto a un ángel-radio.

—Más bien parece un loro grande...

La risa de la muchacha explota en la cara del ángel, que interrumpe su relato fantástico para mirar lleno de ira divina a la pareja que, cualquier viernes, hace el amor y fuma marihuana. Recordando su condición, dispensa a la imprudente pareja una sonrisa que detiene las carcajadas. «Estos carajos no conocen la ira de los ángeles...». Ambos sienten un terrible escalofrío. El ángel, con que cómico el angelito, les muestra dos brillantes, amarillos y apestosos colmillos que terminan de petrificar a la pareja.

—¿Para qué pides historias, entonces, sirena?

En un lento movimiento, suavecito, extiende las alas por completo y emprende el vuelo hacia la noche y con la venia de la luna. En el pie izquierdo lleva el cadáver del mosquito, pobrecito. Todo sigue callado un rato pero poco a poco el vecino de abajo volvía con el tema: «En la noche azul...»

—Este kitsch de mierda-, piensa la muchacha.

—Mejor vamos a dormirnos un rato, hasta que se nos pase el efecto, el tiempo se me alarga— tiembla el muchacho, apaga la luz y se entierra en la cama, pero sus dos orejas puntiagudas sobresalen del colchón. La muchacha, escamada, no puede dejar de contemplar al ángel que, sin voltear, murmura: Otra vez será.